El
día que decidí olvidarla, fue el día que decidí asesinar mi alma.
Es
imposible olvidar sus silencios y sus gritos. Su inocencia enternecía
hasta el punto de ablandar un alma rota como la mía.
La
amé hasta dejarme la sangre, porque el corazón sin sangre no
funciona, como yo sin ella.
La
noche abrumadora era silencio agónico, si ella, callada y feliz,
triste niña, joven mujer no se hallaba entre mis brazos.
Dulce
“madmoiselle”. La amé. Y la sigo amando.
Su
ingenuidad eclipsada por su maldad, mi tirana mujer. La amé, no sabe
ella cuanto.
Dios
podría castigarme por ser mujer y amarla a ella, pero qué sabrá
Dios de sus ojos primavera cálida, de sus pestañas diptongadas, de
su cascada cabellera o sonrisa de mujer.
Robé
sus noches en vela para enfrascarlas en una botella, para pedirle al
cielo una estrella, y bajo ella, robarle besos prohibidos.
Solo
Dios sabe cuánto amé sus manos de pianista o sus gemidos callados,
frente a frente, brillante, más que cualquier constelación.
Si
Dios hubiese sabido de amor, lo hubiese llamado por las seis letras
de su nombre.
Amé
cada uno de sus pasos en falso, cada error y cada decisión errónea.
Amé
su cuerpo más de lo que amé los amaneceres a su lado.
Amé
la locura que encerraban sus labios.
Mi
deseo corrompía su pureza.
¡Oh,
si las miradas matasen...! Si las miradas matasen hubiese muerto en
las curvas de su cintura.
Le
habría hecho el amor entre estos versos en prosa.
Violé
su alma y me condené a mi misma a admirarla sin que fuese mía.
Su
aroma agrio con regusto dulce de sus labios al beber de ella.
Me
pasaba las noches como un gato colocado entre sus piernas.
Elegante
y tierna. Tan joven y tan adulta a la vez...
Mi
otoño en verano, mi invierno en primavera.
Mi
oasis en el desierto, mi condena al infierno.
Agonía
en mi sangre, dulce bailarina de mi venas y percusionista de mi
corazón.
Hizo
música con sus manos en mi cuerpo y magia en mi estómago.
Si
ella me faltaba, respirar perdía el sentido.
Mi
cántico de ruiseñor por la mañana, ventana abierta, ella resultaba
tan hermosa como el ocaso.
Verso
a párrafo, ruego a ese alma que perdone a esta joven descorazonada,
el amor que le entregó y que ella quiso rechazar.
¡Corazón!
Cómo atreverme a hablar de ello si su existencia me robó aquello.
De
mi inspiración quería el camino a Roma al revés.
Porque
si todos los caminos llevan a Roma, todos me llevaban a sus piernas.
O
a la locura, que en este caso, venía a significar lo mismo.
O
a mis noches de insomnio.
O
a las pesadillas que su nombre ocasionaba.
O
a los escritos que su existencia sugería.
O
a las cinco oes que llevo escritas por su falta.
Ruego
al silencio que la ame, o a otro que cuide de ella.
Ardiente
pero siempre suave.
Pero
solo Dios sabe que perdí el sentido de mi vida si no la oigo
despertando por la mañana en mi cama.
La
amé más de lo que pude amarme a misma.
El
amor propio lo invertí en el mercado de valores de su risa.
Me
quedó pendiente hacerla feliz. Me quedó pendiente regalarle la
Luna, sacarle una sonrisa, besarla cada noche.
Porque
ella... su magnificencia era mayor que las estrellas, que el silencio
de la noche en verano, que los versos de Pablo Neruda, que los
Nocturnos de Chopin al piano.
Mi
infierno en la Tierra, ángel sin alas corrompido.
Musa
divina, mi querida “madmoiselle”.
Me
quedaron pendiente demasiadas cosas, pero sobretodo, me quedó
pendiente...
Me
quedó pendiente hacerle café.